Es difícil tener palabras para expresar lo que experimento en estos momentos. Me parece que podría decir como el Apóstol Pablo “Pues yo soy el último de los apóstoles; indigno del nombre de apóstol” (1Cor 15,9). Hace poco menos de un mes la Conferencia Episcopal me permitió estar presente unos minutos en una de sus reuniones. Me sentía tan pequeño ante los obispos tan entregados con los que cuenta este país.
En ese momento entendí que tengo que trabajar mucho, y madurar, para buscar cada día ser más fiel a Jesucristo y a su Iglesia, para poder ofrecer el mejor y el más digno servicio posible a una Iglesia dominicana que tanto lo merece y lo necesita.
Por medio de la ordenación episcopal he recibido la gracia de ingresar al Colegio Apostólico, es decir, formo parte de los sucesores de los Apóstoles. La misión que se me encomienda supera mis propias fuerzas, pero no las del que me llamó. Y es por esta razón que he aceptado el encargo que se me ha hecho, con la confianza puesta en Aquél que todo lo puede y que ha querido que sea ordenado Obispo de Su Iglesia. Agradezco de manera muy particular a Su Santidad, Benedicto XVI, por la confianza que ha puesto en mi persona para ejercer en la Iglesia un ministerio como el que me solicitó en abril de este año y que inicio en el día de hoy.
Dirijo también mi agradecimiento al Señor Cardenal López Rodríguez, quien por medio de su imposición de manos recibí la ordenación presbiteral y en este día he recibido también de él la ordenación episcopal. Le agradezco la confianza que ha depositado en mí durante toda mi vida sacerdotal; ha creído en mi trabajo y en mis intenciones de buscar el mayor bien posible para la Iglesia.
A cada uno de los obispos consagrantes: Señor Nuncio Apostólico, le expreso mi estima y mi agradecimiento por el exquisito servicio que ofrece desde la Nunciatura. Agradezco también a Monseñor Moya el afecto paternal que he sentido de su persona hacia mí. En él he sentido siempre un apoyo constante e incondicional; una amistad y un afecto demostrado. Envío también un saludo a los demás obispos concelebrantes de esta ceremonia, a los sacerdotes y diáconos que se alegran conmigo en esta celebración. Agradezco a todos los aquí presentes que han venido a acompañarme en este compromiso que he contraído con la Iglesia.
Quiero expresar mi gratitud a todos aquellos que han sido fieles instrumentos del Señor para mostrarme el amor de Dios. Traigo la dulce memoria de mi padre, que murió hace ya 34 años, pero cuyo recuerdo sigue aún siendo un punto de referencia claro a seguir en mi vida. A mi madre, que haciendo de padre y de madre, me ha acompañado y apoyado durante todo mi proceso vocacional. Ella está aquí presente en la celebración a pesar de que hace apenas un mes y medio tuvo una fractura de fémur. Está aquí, pues, a pesar de esto, pues no ha querido perderse de este acontecimiento.
Mi agradecimiento lo dirijo a todos los sacerdotes que me han educado y han incidido en la fe que me glorío de profesar. La lista sería inmensa. Tampoco puedo olvidar a los feligreses de la Parroquia de Santa Clara en Capotillo, con los que compartí los primeros años de mi vida sacerdotal. Mucho menos a los de la Parroquia San José de Calasanz, que durante mis últimos cuatro años de vida sacerdotal me han ayudado y enseñado a ser un mejor pastor del pueblo de Dios y que son los principales protagonistas en la organización de esta celebración. Y tampoco puedo olvidar al personal del Arzobispado, que vive como una familia y le sirve a la Iglesia con tanta dedicación.
Hay dos realidades eclesiales que me han ayudado a crecer como hombre de Iglesia. Una de ellas es la Comunidad de Siervos de Cristo Vivo y la otra es el Movimiento de Cursillos de Cristiandad. Los Siervos de Cristo Vivo, es una viva comunidad eclesial de la que formé parte desde el 1986 hasta que me ordené diácono. Con el Padre Emiliano Tardif y con su equipo aprendí a ser un hombre de la Palabra. Ellos fueron una
verdadera escuela para hacer de la predicación una verdadera pasión. A los Cursillos de Cristiandad, que conocí después de ser sacerdote, estuve acompañando espiritualmente durante varios años. La relación con ellos me mostró otra faceta de la vida de la Iglesia.
Estoy persuadido de que debemos anunciar a Jesucristo y su Palabra a tiempo y a destiempo. De ahí el lema de mi episcopado: “Proclama la Palabra”. Si, proclama la Palabra a un mundo tan necesitado y sediento de una adecuada proclamación de la Palabra de Dios que sea capaz de transformar y convertir a la persona humana y al mundo. Los católicos tenemos la tendencia a tener la boca muy cerrada, y es necesario tener la audacia de dar testimonio al mundo de quién es Cristo para nosotros. He podido ser testigo en muchísimas personas de la profunda transformación que esta proclamación del Evangelio y la vivencia de la Eucaristía pueden realizar en un ser humano. Evangelizar, predicar, anunciar la Palabra ha sido y es una de las grandes pasiones de mi vida. Dar a conocer la persona de Jesucristo es la principal función en mi vida, y una tarea que disfruto profundamente.
La Iglesia tiene muchos enemigos dentro y fuera de ella. Me gusta ver con optimismo el futuro de la misma, pues la Iglesia cuenta con la garantía, por las palabras del mismo Señor Jesús, de que las fuerzas del mal nunca podrán prevalecer ante ella. Mi deseo es el de aportar con mi ministerio un servicio para que la Iglesia pueda mostrar al mundo toda su belleza y el esplendor de la verdad que posee. Deseo que todos ustedes cuenten conmigo como con un hermano cercano. Repito hacia ustedes las palabras de San Agustín: “Para ustedes soy obispo, con ustedes soy cristiano. El primero es el título de la carga que he aceptado, el segundo el de la gracia que he recibido; uno evoca la responsabilidad, pero el otro expresa la gracia y la felicidad de ser el hermano y amigo de ustedes en el Señor”.
Ofrezco a todos los sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas toda mi ayuda y mi colaboración para que cada uno pueda mantenerse fiel a su carisma. A los laicos, a los que Cristo los coloca en medio del mundo para ser sal, luz y fermento. A las familias cristianas, a las que las llama a ser signos vivos de la Civilización del Amor. A los jóvenes, Cristo los invita a sentirse orgullosos de la fe que recibieron de sus mayores, pues esa es la fe que ha hecho grande la historia de nuestro pueblo.
La vocación episcopal, es divina, pero también profundamente humana. Se realiza en un contexto histórico determinado y responde a problemas concretos. La vocación del Obispo surge en orden a enfrentar estas realidades concretas desde la fe. Espero llegar a cumplir con mi misión de Obispo y llegar a ofrecer luz a los diferentes problemas de la vida nacional. Nuestro país necesita claridad, luz y orientación en el desenvolvimiento de su historia. La Iglesia ha contribuido en ella en las más diversas ocasiones.
Deseo que Dios me ayude en mi nuevo servicio a tener humildad, prudencia, paciencia, una confianza en Él, un servicio incondicional a los demás, celo apostólico y un deseo inquebrantable de hacer siempre la voluntad de Dios aún en los momentos más difíciles que pueda atravesar mi ministerio episcopal.
Espero poder llenar expectativas, pero no las de los hombres, sino las que Dios tiene de mí, pues Él fue quien me llamó y es a Él a quien que le debo todo lo que he sido, lo que soy y lo que podré llegar a ser como hombre de Iglesia. Que la Virgen me acompañe en mi ministerio y que su vocación de madre de los Apóstoles haga de mi su devoto hijo, y que su manto protector me acompañe durante todo el camino que me toque recorrer, con la esperanza de cerrar el libro de la vida con el deber fielmente cumplido y pueda ser contado entre sus elegidos en el banquete que no tiene fin.
1 SAN AGUSTÍN, Sermón 340, PL 38 1483.
Escrito por: Mons. Victor Masalles