De todos los dones dados por Dios a la humanidad, no hay ninguno más grande que la presencia del Espíritu Santo.

Es la presencia del Padre y el Amor del Hijo que se unen para formar un solo corazón; y el amor al hombre sin medida para arrancar de sus entrañas el temor al encuentro con la verdad.

Inmediatamente el Espíritu Santo obtiene el permiso de entrar en nuestras vidas, se inicia un proceso de encuentro de Amor y capacitación, de tal manera que el hombre se encuentra cara a cara con su interior, y es allí donde recibe la Fuerza del Altísimo para renunciar a las oscuridades de su vida e iniciar un camino guiado por la Luz.

El Espíritu Santo hace morada en nosotros como individuos salvados o redimidos por la Santísima Sangre del Cordero inmolado: “JESUS”.

Esa presencia en nuestra vida, hace cosas incalculables. Esta nos permite comprender, interpretar y aplicar la palabra de Dios, y nos concede dones extraordinarios para que podamos funcionar como Cuerpo de Cristo en el mundo entero.

El Espíritu Santo es el Amor Divino del Padre y del Hijo que vive en nosotros y nos hace capaz del amor al prójimo como Jesús nos amó. Es la fuerza de Dios que libera, sana, renueva y perfecciona nuestro interior, y nos traza un camino hacia la santidad.

Es como el viento. Una fuerza invisible, pero tan real, que si nos faltara, moriríamos interior y espiritualmente.

De ser criaturas de Dios, pasamos a ser Templos del Espíritu Santo. Y es por eso que debemos respetar nuestro cuerpo y nuestra alma.

En fin, El Espíritu Santo, es la razón maravillosa de nuestro corazón, contagiando a todo el que se nos acerca. Es el amor de nuestra vida, el que nos levanta cada mañana para que sintamos el deseo de seguir viviendo, sirviendo, amando y dando lo mejor de nosotros a quienes lo necesitan.

¡Ven Espíritu Santo y había entre nosotros!

Escrito por: Magdalena Batista Cepeda

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